23. Huellas de agua
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"Huellas de agua" (Venecia, 2010) ® Mariana Domínguez Batis |
Era un invernal 23 de
diciembre y en el asfalto de las calles de Milán permanecía aún
una película de nieve de una nevada pasada. Me levanté a las cinco de la
mañana, comí un poco de cereal y desperté con una crueldad madrugadora a
Marisol, Eren y Nayeli. Después de hacer el ritual de la vestimenta (ropa
térmica, botas, suéter, abrigo, guantes, bufanda y gorro), salimos hacia el
tranvía y luego hacia el tren.
Aquel invierno, atravesamos la mitad de Italia en el tren
estatal, desde Milán hasta Roma, pasando por Boloña, Turín, Pisa, Florencia y
Siena, ciudades en las que salíamos a caminar entre calles con poca gente y
cada dos horas, sin pensarlo, nos refugiábamos en un café donde una colazzione --delicioso croissant con
mermelada y capuccino-- nos salvaba del intenso frío. Posiblemente fue el único
viaje en el que gastamos más en café que en alojamiento.
Los trayectos del tren eran de lo más perculiar. No
dejábamos de hablar un momento, salvo cuando alguna tenía sueño y caía rendida
sobre su cuello unos momentos. Fue el vagón, me atrevería a decir, donde surgió
una verdadera amistad entre las cuatro, donde repasamos la vida y astucias de
cada una, soltando risotadas, enseriándonos y hasta entristeciéndonos, ante la
mirada extrañada de los otros pasajeros.
Al llegar a Venecia, nos encontramos con una ciudad mucho
más inundada de lo habitual, debido a la acqua
alta. El agua hab ía
avanzado y dejado sus huellas hasta en el último rincón. Las mesas y sillas de
las terrazas de los restaurantes de la Piazza San Marcos, flotaban; en los
comercios y los restaurantes había entrado el líquido y sus trabajadores
luchaban sin mucho éxito por expulsarlo.
Para permitir a los turistas visitar un poco, se habían
construido estrechas tarimas de tablones para caminar sobre el agua, que
abarcaban kilómetros de camino. Los comerciantes chinos, muy astutos vendían
pares de botas hechas con bolsas de basura a diez euros, aunque eso sí, de
atractivos colores (rosa mexicano, amarillo, azul), que los visitantes
compraban sin pensar ante la idea de sumergir sus pies entre la gélida sustancia
que abarcaba todo el piso.
Al final, los tablones se convirtieron en una verdadera
pasarela en el que desfilaban empapados turistas con hermosas botas de bolsas
de plástico, paraguas que se volteaban al revés con el aironazo (comprados
también a diez euros) y brillantes impermeables. Todo ello, sin quitarle un
pelo de encanto a la ciudad.
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