lunes, 3 de octubre de 2011


23. Huellas de agua
"Huellas de agua" (Venecia, 2010)                    ® Mariana Domínguez Batis
Era un invernal 23 de diciembre y en el asfalto de las calles de Milán permanecía aún una película de nieve de una nevada pasada. Me levanté a las cinco de la mañana, comí un poco de cereal y desperté con una crueldad madrugadora a Marisol, Eren y Nayeli. Después de hacer el ritual de la vestimenta (ropa térmica, botas, suéter, abrigo, guantes, bufanda y gorro), salimos hacia el tranvía y luego hacia el tren.

            Aquel invierno, atravesamos la mitad de Italia en el tren estatal, desde Milán hasta Roma, pasando por Boloña, Turín, Pisa, Florencia y Siena, ciudades en las que salíamos a caminar entre calles con poca gente y cada dos horas, sin pensarlo, nos refugiábamos en un café donde una colazzione --delicioso croissant con mermelada y capuccino-- nos salvaba del intenso frío. Posiblemente fue el único viaje en el que gastamos más en café que en alojamiento.

            Los trayectos del tren eran de lo más perculiar. No dejábamos de hablar un momento, salvo cuando alguna tenía sueño y caía rendida sobre su cuello unos momentos. Fue el vagón, me atrevería a decir, donde surgió una verdadera amistad entre las cuatro, donde repasamos la vida y astucias de cada una, soltando risotadas, enseriándonos y hasta entristeciéndonos, ante la mirada extrañada de los otros pasajeros.

            Al llegar a Venecia, nos encontramos con una ciudad mucho más inundada de lo habitual, debido a la acqua alta. El agua hab,enejado sus huellas  euros,ligando a los visitantes a caminar sus calles sobre angostas pasarelas, con botas compradas en 10 euía avanzado y dejado sus huellas hasta en el último rincón. Las mesas y sillas de las terrazas de los restaurantes de la Piazza San Marcos, flotaban; en los comercios y los restaurantes había entrado el líquido y sus trabajadores luchaban sin mucho éxito por expulsarlo.

            Para permitir a los turistas visitar un poco, se habían construido estrechas tarimas de tablones para caminar sobre el agua, que abarcaban kilómetros de camino. Los comerciantes chinos, muy astutos vendían pares de botas hechas con bolsas de basura a diez euros, aunque eso sí, de atractivos colores (rosa mexicano, amarillo, azul), que los visitantes compraban sin pensar ante la idea de sumergir sus pies entre la gélida sustancia que abarcaba todo el piso.

            Al final, los tablones se convirtieron en una verdadera pasarela en el que desfilaban empapados turistas con hermosas botas de bolsas de plástico, paraguas que se volteaban al revés con el aironazo (comprados también a diez euros) y brillantes impermeables. Todo ello, sin quitarle un pelo de encanto a la ciudad.

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