viernes, 30 de septiembre de 2011

9. Testigo perenne
"Testigo perenne" (Londres, 2011)                                                                                       ® Mariana Domínguez Batis
Londres luce tranquilo, en orden y pulcro. El césped bien cortado y reverdeciente de los parques cercanos al palacio de Buckingham parece no tener memoria de las dimensiones del evento que un mes atrás reunió a más de 600,000 turistas y generó una derrama económica de 120 millones de pesos para la ciudad.

            En Hyde Park, uno de los parques reales de la capital, permanece un inamovible testigo de lo ocurrido: el comandante Wellington, impasible siempre, sobre su fiel corcel, Copenhagen. La estatua del comandante, duque y primer ministro, uno de los personajes más influyentes de la Inglaterra del siglo XIX (incluso derrotó a Napoleón en Waterloo) ha sido testigo de innumerables eventos desde su colocación en 1846: vibró con conciertos de Pink Floyd (1968 y 1970), Luciano Pavarotti (1991), Queen (1976), Bon Jovi (2003) o The Who (1996); enmudeció con decenas de acalorados discursos del Partido Socialista durante todo el siglo XX, y fue testigo, junto con más de un millón de asistentes, de la protesta contra el invasión a Irak en 2003.

            Si Wellington, en sus tiempos de primer ministro (1828-1834), alguna vez se preguntó si la figura de la realeza desaparecería en un futuro no tan lejano en Inglaterra, el pasado 29 de abril se contestó con un rotundo "NO". El sustento de su respuesta se fincó en un Hyde Park abarrotado de miles y miles de personas con pancartas con la leyenda "London Will and Kate", gritando, desgañitándose, silbando, cantando, aplaudiendo, ondeando la bandera, ante la transmisión en pantallas gigantes de la boda del príncipe William y Kate Middleton. Al igual que los miles de asistentes, Wellington permaneció silente cuando en las bocinas gigantes se escuchó "si alguien conoce alguna causa o justo impedimento para realizar esta unión".

            Hoy, a un mes después de la boda real, Londres luce tranquilo, en orden y pulcro y el comandante Wellington, montado en su corcel, no ha pronunciado una palabra desde entonces. 

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